Gran responsabilidad

Las funciones del maquinista eran conducir la máquina de vapor y atender a su conservación y puesta a punto.

Las del fogonero, que siempre debía acompañarle, entre otras de menos entidad, las de alimentar con carbón la caldera de la locomotora, atender al freno, así como engrasar y limpiar la máquina, siempre bajo la supervisión del maquinista.

Los maquinistas debían poseer un conocimiento básico de los órganos y del funcionamiento de su máquinas y ascendían a esta categoría desde el puesto del fogonero, generalmente después de varios años de práctica y tras superar los exámenes pertinentes.

LocomotoraEl maquinista prueba la locomotora de vapor antes de iniciar la jornada.

El reglamento de las Compañías Ferroviarias establecía a fines del siglo pasado, que para ser fogonero era preciso "saber leer y escribir, tener de 22 a 35 años, ser robusto, poseer buena vista y buen oído", así como "ser herreros, caldereros, torneros o ajustadores".

La asignación de los distintos servicios y horarios de trabajo se publicaba diariamente en un tablón de anuncios del respectivo depósito de máquinas, siendo frecuente que cada maquinista y fogonero tuvieran asignada la misma locomotora a la que cuidaban y protegían como algo propio. Para evitar desplazarse hasta la instalación ferroviaria e informarse del horario de comienzo de trabajo, era frecuente la existencia de "avisadores", personas que, pagadas por los propios maquinistas y fogoneros, se ocupaban de informar a los afectados del horario y jornada asignados.

La jornada de trabajo comenzaba, presentándose en el depósito de máquinas dos horas antes de la partida del tren, el fogonero y una hora el maquinista.

El primero debía proceder a aumentar la presión de la caldera, hasta la necesaria para la salida. El maquinista debía "cerciorarse de que todas las partes del mecanismo de su máquina estuviera en buen estado, que las provisiones de agua, carbón y aceite y los útiles necesarios se hallaran completos y que el freno trabajaba convenientemente".

Una vez en camino, el maquinista, vigilaba la vía. Su imagen, asomado a la ventana, con medio cuerpo fuera de la máquina, para tener un mínimo de visibilidad, y su mano permanentemente sobre el regulador o mando que daba paso al vapor, constituyeron una imagen habitual. En esta posición, a lo que le obligaba el reglamento, debía soportar las inclemencias del frío y la lluvia, reduciéndose en este caso aún más la visión del trayecto, lo que exigía una mayor atención. Mientras tanto su compañero, bajo sus instrucciones, alimentaba la caldera a paladas con carbón de hulla.

En las paradas debían revisar y engrasar los órganos móviles de la máquina. El perfecto conocimiento del trayecto era imprescindible, pues los maquinistas debían prever con suficiente antelación las pendientes en las que iban a utilizar mayor potencia, para lo que precisaban alimentar la caldera más de lo habitual, para llegar al inicio de la cuesta con la presión adecuada y seguir paleando combustible con intensidad mientras durara la ascensión, dejándolo de hacer antes de llegar al alto para economizar todo lo posible en la bajada.

El carbón disponible para cada recorrido y tren, estaba predeterminado con precisión por las Compañías Ferroviarias, estableciéndose primas por su ahorro y penalizaciones por consumos superiores a los previstos.

Ocasionalmente, una apreciación errónea del carbón necesario, que se regulaba "a ojo" y por la experiencia, o un tren más cargado de lo habitual, daba lugar a no poder subir una cuesta, situación en las que se veían obligados a desenganchar el tren, avanzar sólo con la locomotora varios cientos de metros para, con la corriente de aire avivar el fuego. Una vez con la presión necesaria, volvían al tren, y tras engancharlo subir hasta el final de la cuesta.

El descenso de los puertos constituía otra preocupación de los maquinistas y fogoneros, pues al no poseer los trenes de sistema de frenos centralizado, debían reducir la marcha del comboy desde la máquina, actuando el fogonero sobre el freno de mano y el maquinista dando instrucciones mediante pitidos a los diferentes guardafrenos distribuidos en los vagones, para que cada uno actuara sobre el freno manual de su vehículo y de esta manera mantener al tren a la velocidad adecuada.

Tan rudimentario sistema de frenado dio lugar a accidentes, como el de la línea Bilbao a Lezama en 1894, a las pocas semanas de su inauguración, en la que el maquinista no pudo reducir la velocidad de su tren excesivamente cargado, que se lanzó pendiente abajo entre Bilbao y Begoña, descarrilado y, originando 13 muertos y 18 heridos, entre ellos el maquinista que, aferrado a la manivela del freno, quedó bajo la máquina. El fogonero murió abrasado.

La instalación en los trenes del sistema de frenado por vacío accionados desde la locomotora en las primeras décadas de nuestro siglo, redujo notablemente el número de accidentes y el riesgo del maquinista y del fogonero. La calidad del carbón disponible y, como consecuencia, la posibilidad de obtener más o menos potencia, el mantenimiento de la velocidad, los horarios previstos y la economía de combustible, factores que afectaban de forma importante a su remuneración, eran, asimismo, motivo de atención para estos profesionales.