Lavanderas

Las lavanderas eran las profesionales especializadas en el lavado de la ropa, siendo uno de los oficios más duros, dentro de los que se prestaban a los hoteles y veraneantes, por personas del exterior. En ocasiones se simultaneaban con labores de planchado.

Hasta finales del siglo XIX o principios del XX, la limpieza de las ropas se llevaba a cabo en las orillas de los ríos y riachuelos. Las lavanderas, de bruces sobre piedras o maderas inclinadas, realizaban el trabajo siempre penoso, alcanzando notoriedad las profesionales que lavaban en el Urumea donostiarra. Un avance importante supuso la construcción de cobertizos sobre las corrientes de agua, en cuyo interior se colocaron una especie de bancos o cajones, donde las mujeres  podían acomodarse, de rodillas, preservándose de la humedad, disponiendo de una piedra, que en su parte inferior entraba en el agua y sobre la que podían jabonar, restregar y golpear la ropa.

A los cobertizos siguieron los lavaderos públicos, que son conocidos desde la antigüedad en otras culturas y que constituían edificios construidos específicamente para esta finalidad, en algunos casos, con cierta singularidad, y en cuyo interior circulaba el agua, alineándose un número variable de puestos de trabajo individuales, constituidos básicamente, por una piedra inclinada, sobre la que las mujeres llevaban a cabo su tarea.

Niñas lavando ropaNiñas lavando ropa, que al fondo aparece tendida (Foto Eulalia Abaitua). Museo Vasco de Bilbao.

Las lavanderas veteranas recuerdan cómo, hace setenta años, acudían "a casa" de los veraneantes u hoteles (cada una tenía sus clientes) a recoger la ropa sucia, que se les entregaba previo recuento. Para su traslado enroscaban, generalmente, un trapo o una toalla "solkixa", que colocaban sobre la cabeza y encima, la ropa a lavar (sábanas, manteles, camisones, servilletas, etc.) envuelta en una sobrecama de algodón "pardela". Más adelante empezaron a utilizarse barreños de cinc.

A la llegada al lavadero público las lavanderas solían contar con la ayuda de algún familiar para bajar la ropa junto a la piedra, que a las cinco o seis de la mañana había "cogido", habitualmente, alguna de sus hijas.

Las tareas básicas del lavado consistían en "enjabonar la ropa con pastillas de Chimbo o Lagarto", poner a remojo, dejar reposar, quitar manchas restregando si las hubiera y aclarar con agua a mano o golpeando sobre la piedra. La siguiente operación, tras preparar en un barreño una mezcla de agua y lejía, era la inmersión en la misma de la ropa, "dejándola un buen rato", si bien, en el caso de las sábanas de hilo, no podía utilizarse lejía, aunque sí el jabón. Tras un nuevo aclarado, se volvía a meter la ropa en una mezcla de agua y añil "Brasso", para acabar retorciéndola hasta quitarle toda el agua posible.

Aunque, para el secado, en algunas zonas colgaban la ropa de noche "sobre todo con luna llena", lo habitual era extenderla al sol sobre la hierba o las zarzas, encargando su vigilancia a un joven de la familia. Tras el estirado y su doblado, se colocaba en una cesta de mimbre o castaño, procediéndose de nuevo a su recuento y entrega.

Se pagaba a un tanto la pieza, que era fijado por los demandantes del servicio o por acuerdo y que sólo permitía obtener una retribución muy escasa, propia de la época, que completaba los ingresos familiares. Aunque la información es escasa, en 1930 el lavado de toallas grandes de felpa se pagaba a 0,25 pesetas/unidad y la docena de servilletas a 0,30 pesetas. La paulatina aparición de los medios mecánicos de lavado, fue sustituyendo a las lavanderas, desapareciendo un oficio duro y mal retribuido, que sin embargo, las que lo ejercían recuerdan con nostalgia.

Lavanderas eLavanderas en un lavadero público a mediados del siglo XX. (Fototeka Kutxa).